miércoles, 28 de enero de 2009

Mucho más de lo que me imaginaba


En los primeros días de agosto de 2007 viví un acontecimiento que iba a cambiar mi vida radicalmente. Hacía entonces poco más de un año desde que había recibido los sacramentos de la Primera Comunión y la Confirmación. Entonces fue cuando Dios quiso que me apuntase a una peregrinación de jóvenes a Roma para visitar al Papa Benedicto XVI, organizada por la archidiócesis de Madrid, encabezada por nuestro querido cardenal-arzobispo D. Antonio María Rouco Varela.
Tengo que reconocer que en un primer momento mi principal motivación para apuntarme a esta peregrinación era hacer turismo y conocer Italia, pero pronto me di cuenta de que aquello iba a ir mucho más allá de un simple viaje. La peregrinación formaba parte del magnífico proyecto pastoral titulado Misión Joven que se está desarrollando en Madrid. Como su propio nombre indica, los peregrinos éramos jóvenes, teníamos una edad que oscilaba entre los dieciséis o diecisiete años hasta los treinta y pico. Con mis treinta y un años yo me encontraba entre los veteranos del grupo. Éramos más de cuatro mil personas en el día en que el Papa nos recibió en su residencia de verano de Castelgandolfo, en las afueras de Roma.
La mejor forma en que puedo resumir mis impresiones sobre aquellos días de agosto es diciendo que me sentía como si estuviera entre extraterrestres. Ante mis ojos tenía a una multitud de jóvenes que hablaban de cosas de las que jamás había oído hablar, que vivían de una forma a la que no estaba nada acostumbrado, que transmitían una felicidad y una serenidad verdaderamente llamativas. Casi todos estos peregrinos venían de grupos parroquiales y distintos movimientos de la Iglesia, y quien más quien menos, todos habían tenido ya algún contacto con vivencias grupales de fe parecidas a esta. Por eso casi todos se conocían entre ellos, cantaban las mismas canciones con sus guitarras, compartían chistes, y se aguantaban de muy buen grado en condiciones a menudo incómodas por la falta de sueño, el calor y otras incomodidades.
Yo sólo intentaba empezar a enterarme de qué estaba pasando allí. Al principio me lamentaba de haberme apuntado a algo así, porque me sentía muy perdido y pensaba que iba a estar muy sólo entre tantos desconocidos. Pero Dios lo tenía todo muy calculado y se encargó de poner a mi lado a las personas idóneas. Sentado junto a mi en el autocar iba un chico un poco más joven que yo que estaba a punto de ingresar en el seminario después de haber dejado un buen puesto de trabajo. Al principio pensé que él era muy distinto a mi y que me resultaría difícil mantener una conversación, pero pronto me di cuenta de lo equivocado que estaba. Al conversar con él iba aprendiendo cómo había actuado el Señor en su vida, acercándolo a Sí con dulzura, y me iba dando cuenta de cómo era posible que hubiera dado ese paso. No pude tener más suerte que tenerlo a mi lado en esa peregrinación. Yo tenía cien mil dudas de todas las cosas que veía hacer a los peregrinos porque por aquel entonces en realidad sabía poquísimo todavía de la Santa Iglesia a la que Dios me estaba acercando. Este compañero de viaje iba aclarando todas mis dudas, y su propio comportamiento y apoyo en momentos en los que yo me sentía solo y perdido me daba el mejor ejemplo posible de amor cristiano.
A medida que pasaban los días notaba como mi miedo a sentirme rechazado por todo ese montón de "extraterrestres" se iba desvaneciendo, e iba dejando paso a una sensación de profunda felicidad y agradecimiento a Dios, a quien veía actuar a través de mis compañeros de viaje para hacerme saber que yo también era bienvenido allí, que no era un error haberme apuntado a la peregrinación, que esa Iglesia era también mi Iglesia, y que quizá yo era también otro "extraterrestre" y no me había dado cuenta hasta entonces.
Disfrutaba muchísimo aprendiendo a rezar Laudes por la mañana, Vísperas por la tarde-noche, y Completas por la noche. Yo no sabía hasta entonces lo que era la Liturgia de las Horas, y al principio me sonaba a chino, me sonaba a algo propio de monjes medievales masoquistas o algo así. Pero cuando vi la alegría que sentía al rezar, algo que nunca había sentido así antes, sabía que eso me estaba haciendo muchísimo bien.
Me impresionaba mucho también ver la actitud que tenían los adolescentes en las oraciones. Al ser profesor, yo estaba acostumbrado a tratar con adolescentes, y sabía hasta qué punto puede volverse caprichosos y egoístas, pero allí veía muy poco de esto en ellos. Yo pensaba que era increíble que toda esta gente viniera de la misma ciudad que yo. En Madrid yo estaba acostumbrado a ver gente malhumorada y triste y no podía entender cómo era posible que todos estos peregrinos, madrileños como yo, tuvieran esas sonrisas de oreja a oreja a pesar del calor y el cansancio. Si les pasaba a todos, si hasta me estaba pasando a mi también, no podía ser casualidad, tenía que ser que verdaderamente el Espíritu Santo estaba actuando con fuerza en nosotros. Cuando caí en la cuenta de ello me quedé muy impresionado, y empecé a recordar cómo poco más de un año antes había recibido el sacramento de la Confirmación, y con él la fuerza del Espíritu. Pero hasta que no fui a esta peregrinación no me di cuenta en realidad de qué suponía esta intervención de Dios en mi vida.
En la peregrinación caí en la cuenta de hasta qué punto la vida unidos a Dios y a Su Iglesia estaban llenos de una riqueza infinita, inexistente en todas las demás áreas de la vida en nuestro mundo. Me di cuenta entonces de que la Iglesia, todas sus tradiciones, todos sus santos, todos sus mártires, todo su patrimonio de sabiduría, eran reflejos de la grandeza de Dios, y no simples invenciones humanas.
Cuando volví a Madrid de esa peregrinación a Roma, sólo quería que mi vida a partir de ese momento fuera una continuación de lo que allí había experimentado. "No dejéis de cultivar vosotros mismos el encuentro personal con Cristo, de tenerlo siempre en el centro de vuestro corazón...", nos dijo el Santo Padre aquel día de agosto, "...pues así toda vuestra vida se convertirá en misión; dejaréis transparentar al Cristo que vive en vosotros". A menudo recuerdo esas palabras del Papa, y me pregunto si estoy respondiendo bien a ese consejo. Desde aquel día no he parado de aprender sobre la belleza de la Iglesia, y la belleza de la vida a la que estamos llamados a vivir como cristianos.
Sé lo difícil que puede resultar para alguien que no conoce la Iglesia acercarse e intentar integrarse en una vida nueva en la fe, porque lo he vivido en primera persona. Pero estoy convencido de cuánto merece la pena, el premio es nada menos que la felicidad eterna junto a Dios, y el ciento por uno aquí en la tierra. A través de la Iglesia, Dios nos tiende su mano para llevarnos adelante en medio de un mundo como éste, cada día más frío y hostil. Él nos acompaña, se involucra en nuestras vidas para transformarlas y darnos la verdadera felicidad, y nos deja en la boca un sabor dulce y en el corazón una paz verdadera, anticipos de las maravillas que nos prepara para la otra vida.
A partir de ahora voy a ir escribiendo en este blog las cosas que he ido aprendiendo sobre la Iglesia y que tanto me ayudan. Si tratas de acercarte a Dios, no estás sólo, aunque alguna gente arme mucho escándalo intentando convencerte de lo contrario. Espero que tú que estás leyendo puedas encontrar de utilidad alguno de los articulos que incluya, que encuentres aquí estímulos y pistas que te ayuden en tu camino hacia Dios, si Él así lo quiere.
Gracias por leer, y que Dios te bendiga siempre.

sábado, 24 de enero de 2009

Mi Primera Comunión

Recuerdo cómo durante esos primeros meses falleció el Papa Juan Pablo II (haciendo su transición al Cielo), y comenzó su papado Benedicto XVI, y yo viví con gran emoción todos esos acontecimientos, sobre todo porque en el colegio donde trabajaba se habló mucho sobre todo ello. Por aquellos días a veces compraba el periódico "La Gaceta de los Negocios", con la excusa de aprender a invertir en bolsa, pero en realidad más de una vez lo compré para leerme la magnífica sección de religión que publican. Así iba siguiendo con mucha emoción los primeros pasos de Benedicto XVI como Papa. Poco después, durante el verano de 2005, también me compré la "Gaceta" para informarme de las Jornadas Mundiales de la Juventud en Colonia, en las que el nuevo Papa se reunía por primera vez en su pontificado con las multitudes de jóvenes católicos de todo el mundo, sedientos de un modo de vida auténtico que el mundo no ofrece, la vida fundada en Cristo Jesús.
Mientras tanto seguía yendo todos los domingos a Misa, también durante el verano, como conté en mi anterior entrada. Me ponía al fondo del todo en mi parroquia, por miedo a hacer algo que no correspondiera, como levantarme o sentarme a destiempo, contestar las palabras incorrectas en las oraciones, dar mal la paz, o cualquier cosa por el estilo. Trataba de observar y aprender de todos los que veía cómo tenía que estar en Misa, y todos esos detalles que acabo de comentar, que pueden parecer una bobada para alguien que ha ido a Misa desde pequeño, pero que para alguien que llega de nuevas, intimida mucho, o al menos así lo viví yo. Poco a poco me iba sintiendo más cómodo en Misa, de todos modos, pero pronto me vino una nueva inquietud. Casi todos los parroquianos acudían a comulgar, y yo, que no hice mi Primera Comunión de pequeño, sentía cada vez más ganas de hacer como todos ellos y acercarme a Jesucristo para recibir Su Santísimo Sacramento.
Cuando yo era niño mis padres pensaron que era mejor que no hiciera la Primera Comunión, con la idea de dejar que fuera yo el que decidiera en mi edad adulta si era algo que quería o no hacer. Llegado a este punto de mi vida, a mis 29 años, yo quería recibir la Comunión, pero no sabía qué tenía que hacer, a quién tenía que dirigirme. No me atrevía a decirlo en el colegio donde trabajaba, porque temía que si se enteraban de mi situación, les pudiera parecer tan chocante que mi puesto de trabajo pudiera correr peligro (aunque mirándolo ahora con la perspectiva del tiempo pasado, lo más seguro es que me hubieran ayudado de muy buen grado si se lo hubiera pedido). Así que lo que hice fue acercarme al despacho parroquial de mi parroquia, y con una sensación de una mezcla de miedo y vergüenza, le conté mi situación al sacerdote que estaba atendiendo en ese momento, y le pregunté qué posibilidades había para alguien como yo de recibir catequesis de Primera Comunión. El sacerdote fue muy amable y comprensivo, y me informó de que en mi parroquia existía (y existe) un grupo de Confirmación para adultos, y que me podía incorporar a él en octubre, y prepararme para recibir tanto la Primera Comunión como la Confirmación. Dios me trató tan bien que me llevó al sitio perfecto. Luego me enteré de que no es nada fácil encontrar grupos de catequesis para adultos en la mayoría de las parroquias.
Las catequesis nos las impartía cada sábado por la tarde una monja mayor en cuanto a su edad, pero jovencísima de espíritu, que nos acogió a los que nos incorporamos ese octubre como si fuéramos sus propios hijos o nietos. Tanto yo como las otras personas que llegábamos al grupo teníamos grabados todavía a fuego distintas magulladuras que la vida nos había ido dejando. Esta mujer increíble nos hizo creer que realmente éramos capaces de vivir como Dios quería de nosotros, que estábamos hechos para mucho más que para la mediocridad en la que habíamos vivido durante tanto tiempo. Muchas de las frases que nos dijo en esas primeras tardes todavía resuenan en mi cabeza: "lo que viene de Dios, el Bien, no hace ruido, a diferencia del mal que hace ruido, pero hay muchísimo Bien en el mundo, no os dejéis engañar" (hace poco oí una cita de San Agustín parecida que dice algo así como que los cántaros vacíos hacen mucho más ruido que los que están llenos), "cuando amas a una persona, es parecido a cuando cuidas a una planta; le das amor y parece como si esa persona creciera" (eso fue lo que ella hizo con nosotros), "Jesucristo decía que se sabrá que somos sus discípulos por cómo nos amamos los unos a los otros" (como se lee en el Evangelio de San Juan 13:35; ella era un ejemplo perfecto de esto, y efectivamente el amor entre los discípulos fue precisamente lo que me hizo saber que en la Iglesia Católica estaba la Verdad, lo que estaba buscando).
Después de unos muy bonitos meses de preparación en los que el Espíritu Santo iba trabajando mi interior y superando mis reticencias y miedos, y ayudándome a saltar por encima de los restos de la tristeza de los años anteriores, por fin recibí mi Primera Comunión el 2 de abril de 2006, un día antes de cumplir los 30 años (¡feliz coincidencia!), en una convivencia que celebramos en Alcalá de Henares. Me sentí muy feliz y muy arropado por todos mis compañeros del grupo de catequesis de adultos de la parroquia. El 27 de mayo del mismo año recibí el sacramento de la Confirmación, y el Espíritu Santo que recibí ese día ha actuado con tanta fuerza en mi vida desde entonces que casi me resulta increíble cuando miro atrás.
Recuerdo que en ese momento, tanto antes de mi Primera Comunión como de mi Confirmación, tenía la sensación de no estar preparado, como si tuviera que hacer más cosas para prepararme. Ahora me doy cuenta de que la preparación no la hacía yo sino Él, y que el momento lo decidía Él también. A mi me tocaba el grandísimo honor de obedecerle y dejar que me fuera transformando. Me decían entonces algunos compañeros de la parroquia "no te preocupes, la preparación dura toda la vida". ¡Cuánto razón tenían! Dios quiera que pueda yo permanecer a su lado, convirtiéndome, dejándome hacer por Él, hasta el día en que me quiera llevar a la otra vida, y que esa vida la pueda vivir junto a Él y todos mis seres queridos para siempre.

viernes, 23 de enero de 2009

Cuando Dios me trajo a su Iglesia

Me pasé el verano de 2004 haciendo poco más que leer la Biblia. No tenía ganas de mucho más, y claro, avancé muchísimo. Me leía todas las notas de pie de página, porque quería asegurarme de no perderme ningún detalle. Sobre todo recuerdo las lecturas de los libros del Génesis, el Éxodo, los de Samuel y de los Reyes, y de los Salmos. La lectura de la Biblia conseguía sacar de mi corazón algunos destellos de esperanza en medio del desánimo que había inundado mi vida. Y, cabezota como soy, quería leer la Biblia de principio a fin, sin saltarme ni una coma, y por eso empecé con el Antiguo Testamento. Fue un verano muy árido, pero ahora lo recuerdo con alegría, porque sé que Dios estaba ya labrando en mi corazón, preparando lo que vendría poco después.
En enero de 2005 empecé a trabajar en un colegio católico. Para mi fue una alegría encontrar este trabajo, pero en un primer momento me sentía bastante inseguro, porque al haber vivido siempre entre gente no creyente, tenía miedo de no encajar en un ambiente formado en su inmensa mayoría por católicos practicantes muy orgullosos de serlo. Sin embargo, hubo algo que encontré en la forma de ser de mis compañeros que me resultó muy atractivo. Curiosamente, a menudo notaba en ellos una cercanía en el trato y una actitud ante la vida que me hacía sentirme muy cómodo. No voy a negar que mi proceso de adaptación a este nuevo trabajo y a un ambiente laboral como éste tuvo también sus dificultades. Pero mi interés por esta forma de vivir tan interesante que percibía tanto en gran parte del personal del colegio, como de los alumnos y sus familias podía mucho más que mis miedos y reticencias.
Al trabajar en un colegio así, pronto se me empezaron a derribar los prejuicios que durante toda mi vida se habían ido acumulando sobre la Iglesia, los sacerdotes, las religiosas, y todo lo que tenía que ver con la vida de fe. Para mi ir a Misa era algo muy difícil en mis primeros meses allí, porque tenía miedo de hacer algo mal, de que alguien se diera cuenta de que yo no tenía ni idea de lo que había que hacer en Misa. En gran parte por ello fue que decidí empezar a ir a Misa por mi cuenta los domingos. Claro que Dios ya lo tenía todo calculado. Poco después, me había acostumbrado a ir todos los domingos a Misa, y cuando llegó el verano ya se había convertido en algo habitual para mí, y ni siquiera las vacaciones escolares me hicieron parar, porque cada vez lo notaba más como algo muy bueno para mi vida, no porque nadie me lo sugiriera o me lo mandara, sino porque yo lo necesitaba, aunque quizá por entonces no me diera cuenta con la misma claridad con la que me doy cuenta ahora.

miércoles, 21 de enero de 2009

Cuando empecé a leer la Biblia

A pesar de haberme interesado en todo tipo de disciplinas y teorías pseudoespirituales, nunca me planteé seriamente acercarme a la Iglesia católica hasta hace apenas cuatro años. Había llegado a un callejón oscuro en mi vida del que no sabía cómo salir. Me sentía muy solo, y casi todo lo que intentaba parecía salirme mal. Había perdido mucho dinero en muy poco tiempo y estaba profundamente desmoralizado. Había pasado de ser una persona con cien mil planes y proyectos ilusionantes en la cabeza a darme cuenta de que todos esos proyectos nunca saldrían adelante si Dios no los quería. Yo ya rezaba a Dios por entonces, y en más de una ocasión había notado su ayuda en mi vida, algo que me había impresionado e intrigado profundísimamente. Pero en este momento oscuro poco me servían ya mis peticiones caprichosas a Él para que me ayudase a sacar mis pequeños planes adelante. Él tenía mucho mejores planes para mí aunque yo por entonces no tenía ni idea de ello.
Los libros de autoayuda y el yoga a los que tanto me había aferrado en los años anteriores se habían mostrado inútiles en esa situación que yo percibía como de profunda desdicha. Yo llevaba muchos años, desde mi tiempo de estudiante de Filología en la universidad, guardando la intención de algún día leer la Biblia de principio a fin, y descubrir por mi mismo las enseñanzas de este Libro, aunque sólo fuera por un interés filológico, intrigado por el modo en que había influido en las vidas de tantísimas personas de la historia a las que yo respetaba y admiraba. Llegado a este callejón en mi vida, decidí que había llegado el momento de ponerme a ello.

miércoles, 14 de enero de 2009

En busca de la paz

Durante todos los años antes de acercarme a la Iglesia, traté de muchas maneras salir de esa sensación de estar atrapado en una trampa sin salida de la que hablaba en mi artículo anterior. Pensaba en hacerme rico y famoso, en explotar todos mis talentos y en vivir una vida llena de diversiones para mi solo. A menudo pensaba cosas como que cuando me hiciera rico ya tendría tiempo de ocuparme de los demás, que lo que importaba era encontrar mi propio sitio en este mundo. Pero claro, en ese sitio en realidad no cabía nadie más, y claro tampoco le pedía nunca ayuda a Dios para nada, y así me iba.
Sin embargo sentía un desasosiego que no me abandonaba por mucho que me concentrase en mis "proyectos", así que desde mi adolescencia y cada vez más entre los veinte y los veintitantos años me fui interesando durante distintos periodos en cosas que pudieran dar un sentido sobrenatural a mi vida. Nunca me planteé en ese momento acercarme a la Iglesia Católica. Nunca sentí una gran aversión hacia ella, simplemente como me había educado en un ambiente de gente no creyente, no me planteaba que me pudiera aportar nada (como Dios es grande, a su debido tiempo me dirigió hacia su Iglesia y me llevó a comprobar hasta que punto eran ridículos e inútiles tantos y tantos de mis planteamientos anteriores). En aquellos años practiqué el yoga, la meditación (de varios tipos), leí sobre filosofías y religiones orientales, y todo tipo de libros de autoayuda asociados con lo que se suele llamar Nueva Era. Pero en realidad ninguna de esas cosas me hacía sentir lleno. Cada vez que experimentaba con, por ejemplo, el yoga, acababa llegando a un punto en el que me daba cuenta de que no era una roca sólida sobre la que construir mi vida. Cuando las cosas no me iban bien, cuando había problemas (y eso siempre pasaba, tarde o temprano), todas esas técnicas de psicología o de gimnasia física o mental me servían de muy poco, y me quedaba tan perdido como antes. Y con la misma sensación de que tenía que haber algo más.
Y luego conocí a Jesucristo en su Iglesia Católica, y Dios me concedió la gracia de reconocerlo como la roca sobre la que debo construir mi vida. Y eso es lo que quiero hacer de aquí en adelante, si Dios me lo permite, hasta el día en que me muera. En el próximo artículo te contaré cómo Dios me guió hasta su santa Iglesia. Muchas gracias por leer. Que Dios te bendiga.

martes, 13 de enero de 2009

La paz interior

Es muy frecuente oír hablar de cómo mucha gente se esfuerza en nuestros tiempos por encontrar un poco de paz. Vivimos en un mundo lleno de fuentes de tensión y dificultad. Nos encontramos con mucha más frecuencia con la que nos gustaría con problemas laborales, de dinero, de salud y a menudo también dificultades en la relación con las personas que nos rodean en todos los ámbitos de la vida. Muchas veces pienso en la situación del individuo en nuestro mundo actual como si estuviera atrapado entre la espada y la pared. El mundo oprime con todas sus fuerzas y casi nos deja sin escapatoria, pero solamente casi. En momentos determinados de la vida uno puede llegar a darse cuenta de que está tocando fondo, y es en esos mismos momentos cuando uno puede darse cuenta de que está atrapado entre esa espada y esa pared. Al menos así es como yo lo he vivido y por eso lo quiero contar. Creo que es en esos momentos decisivos cuando uno busca con todas sus fuerzas algo que le saque de esa situación y que le de sentido a todo. O por lo menos lo que se siente con toda claridad es el deseo de no conformarse, la intuición de que debe de haber algo más, y la voluntad cada vez más fuerte de encaminarse hacia ese algo. Yo me siento muy afortunado porque cuando miro hacia atrás en mi vida veo cómo Dios me ha ido guiando hacia la vida que llevo ahora y sólo le pido que me deje seguir el camino a su lado hasta el final. Hoy me doy cuenta de que ese algo que siempre he estado buscando era precisamente Dios, y por eso me tranquiliza cada vez más sentirme acompañado por Él.
Sin embargo durante la mayor parte de mi vida no creí en Dios.Pero eso no quiere decir que en esos años no Lo estuviera buscando. Creo que lo buscaba sin darme cuenta y de formas totalmente tontas. Y si hay algo que creo que siempre he sentido que quería tener es ese estado de paz interior que creo que en este mundo convulso es algo que a todos nos gustaría alcanzar, ya seamos ateos o creyentes, jóvenes o mayores, de un país o de otro. Me da pena ver cómo tanta gente desperdicia su tiempo buscando esa paz interior en los sitios erróneos.
En los próximos artículos iré contando cómo fue esa búsqueda de paz, y qué fue lo que me condujo a hacerme discípulo de Cristo a través de su Iglesia Católica.
Jesucristo mismo dijo "Os dejo la paz, os doy mi propia paz. Una paz que el mundo no os puede dar. No os inquietéis ni tengáis miedo" (Jn 14:27).
Esa es la paz que os deseo a los que leéis esto. Que Dios os bendiga.

lunes, 5 de enero de 2009

¡Bienvenidos!

Os doy mi más cordial bienvenida a mi blog. Aquí voy a escribir de la mejor manera que pueda sobre qué significa ser católico hoy en día y sobre cómo puede uno hacerse católico. Voy a intentar usar un lenguaje sencillo y directo porque no creo que sea necesario hacer otra cosa. Hace menos de 3 años que hice mi Primera Comunión y conozco de primera mano lo que se siente al intentar acercarse a la Iglesia Católica. Dios ha querido que yo me acerque y le estoy inmensamente agradecido. Por eso escribo aquí, porque amo a Dios y a su Iglesia, y me hartan y aburren todas las críticas y burlas que se hacen sobre ella. Casi todas esas críticas y burlas están hechas por gente muy mal intencionada, o bien por gente que no tiene ni la más remota idea de sobre qué está hablando. En fin, yo sólo puedo contar lo que he vivido, y con eso me conformo. Si esto puede servir a alguien, aunque sólo sea una persona, a acercarse o a volver a la Iglesia, me daré más que por satisfecho. Y mientras tanto me entretendré escribiendo. Atrévete a volver a la Iglesia, habla con un cura, pregunta por las catequesis, ve a Misa, lee el Evangelio y habla con Dios. Gracias por leer. Que Dios te bendiga.