viernes, 23 de enero de 2009

Cuando Dios me trajo a su Iglesia

Me pasé el verano de 2004 haciendo poco más que leer la Biblia. No tenía ganas de mucho más, y claro, avancé muchísimo. Me leía todas las notas de pie de página, porque quería asegurarme de no perderme ningún detalle. Sobre todo recuerdo las lecturas de los libros del Génesis, el Éxodo, los de Samuel y de los Reyes, y de los Salmos. La lectura de la Biblia conseguía sacar de mi corazón algunos destellos de esperanza en medio del desánimo que había inundado mi vida. Y, cabezota como soy, quería leer la Biblia de principio a fin, sin saltarme ni una coma, y por eso empecé con el Antiguo Testamento. Fue un verano muy árido, pero ahora lo recuerdo con alegría, porque sé que Dios estaba ya labrando en mi corazón, preparando lo que vendría poco después.
En enero de 2005 empecé a trabajar en un colegio católico. Para mi fue una alegría encontrar este trabajo, pero en un primer momento me sentía bastante inseguro, porque al haber vivido siempre entre gente no creyente, tenía miedo de no encajar en un ambiente formado en su inmensa mayoría por católicos practicantes muy orgullosos de serlo. Sin embargo, hubo algo que encontré en la forma de ser de mis compañeros que me resultó muy atractivo. Curiosamente, a menudo notaba en ellos una cercanía en el trato y una actitud ante la vida que me hacía sentirme muy cómodo. No voy a negar que mi proceso de adaptación a este nuevo trabajo y a un ambiente laboral como éste tuvo también sus dificultades. Pero mi interés por esta forma de vivir tan interesante que percibía tanto en gran parte del personal del colegio, como de los alumnos y sus familias podía mucho más que mis miedos y reticencias.
Al trabajar en un colegio así, pronto se me empezaron a derribar los prejuicios que durante toda mi vida se habían ido acumulando sobre la Iglesia, los sacerdotes, las religiosas, y todo lo que tenía que ver con la vida de fe. Para mi ir a Misa era algo muy difícil en mis primeros meses allí, porque tenía miedo de hacer algo mal, de que alguien se diera cuenta de que yo no tenía ni idea de lo que había que hacer en Misa. En gran parte por ello fue que decidí empezar a ir a Misa por mi cuenta los domingos. Claro que Dios ya lo tenía todo calculado. Poco después, me había acostumbrado a ir todos los domingos a Misa, y cuando llegó el verano ya se había convertido en algo habitual para mí, y ni siquiera las vacaciones escolares me hicieron parar, porque cada vez lo notaba más como algo muy bueno para mi vida, no porque nadie me lo sugiriera o me lo mandara, sino porque yo lo necesitaba, aunque quizá por entonces no me diera cuenta con la misma claridad con la que me doy cuenta ahora.

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