Recuerdo cómo durante esos primeros meses falleció el Papa Juan Pablo II (haciendo su transición al Cielo), y comenzó su papado Benedicto XVI, y yo viví con gran emoción todos esos acontecimientos, sobre todo porque en el colegio donde trabajaba se habló mucho sobre todo ello. Por aquellos días a veces compraba el periódico "La Gaceta de los Negocios", con la excusa de aprender a invertir en bolsa, pero en realidad más de una vez lo compré para leerme la magnífica sección de religión que publican. Así iba siguiendo con mucha emoción los primeros pasos de Benedicto XVI como Papa. Poco después, durante el verano de 2005, también me compré la "Gaceta" para informarme de las Jornadas Mundiales de la Juventud en Colonia, en las que el nuevo Papa se reunía por primera vez en su pontificado con las multitudes de jóvenes católicos de todo el mundo, sedientos de un modo de vida auténtico que el mundo no ofrece, la vida fundada en Cristo Jesús.
Mientras tanto seguía yendo todos los domingos a Misa, también durante el verano, como conté en mi anterior entrada. Me ponía al fondo del todo en mi parroquia, por miedo a hacer algo que no correspondiera, como levantarme o sentarme a destiempo, contestar las palabras incorrectas en las oraciones, dar mal la paz, o cualquier cosa por el estilo. Trataba de observar y aprender de todos los que veía cómo tenía que estar en Misa, y todos esos detalles que acabo de comentar, que pueden parecer una bobada para alguien que ha ido a Misa desde pequeño, pero que para alguien que llega de nuevas, intimida mucho, o al menos así lo viví yo. Poco a poco me iba sintiendo más cómodo en Misa, de todos modos, pero pronto me vino una nueva inquietud. Casi todos los parroquianos acudían a comulgar, y yo, que no hice mi Primera Comunión de pequeño, sentía cada vez más ganas de hacer como todos ellos y acercarme a Jesucristo para recibir Su Santísimo Sacramento.
Cuando yo era niño mis padres pensaron que era mejor que no hiciera la Primera Comunión, con la idea de dejar que fuera yo el que decidiera en mi edad adulta si era algo que quería o no hacer. Llegado a este punto de mi vida, a mis 29 años, yo quería recibir la Comunión, pero no sabía qué tenía que hacer, a quién tenía que dirigirme. No me atrevía a decirlo en el colegio donde trabajaba, porque temía que si se enteraban de mi situación, les pudiera parecer tan chocante que mi puesto de trabajo pudiera correr peligro (aunque mirándolo ahora con la perspectiva del tiempo pasado, lo más seguro es que me hubieran ayudado de muy buen grado si se lo hubiera pedido). Así que lo que hice fue acercarme al despacho parroquial de mi parroquia, y con una sensación de una mezcla de miedo y vergüenza, le conté mi situación al sacerdote que estaba atendiendo en ese momento, y le pregunté qué posibilidades había para alguien como yo de recibir catequesis de Primera Comunión. El sacerdote fue muy amable y comprensivo, y me informó de que en mi parroquia existía (y existe) un grupo de Confirmación para adultos, y que me podía incorporar a él en octubre, y prepararme para recibir tanto la Primera Comunión como la Confirmación. Dios me trató tan bien que me llevó al sitio perfecto. Luego me enteré de que no es nada fácil encontrar grupos de catequesis para adultos en la mayoría de las parroquias.
Las catequesis nos las impartía cada sábado por la tarde una monja mayor en cuanto a su edad, pero jovencísima de espíritu, que nos acogió a los que nos incorporamos ese octubre como si fuéramos sus propios hijos o nietos. Tanto yo como las otras personas que llegábamos al grupo teníamos grabados todavía a fuego distintas magulladuras que la vida nos había ido dejando. Esta mujer increíble nos hizo creer que realmente éramos capaces de vivir como Dios quería de nosotros, que estábamos hechos para mucho más que para la mediocridad en la que habíamos vivido durante tanto tiempo. Muchas de las frases que nos dijo en esas primeras tardes todavía resuenan en mi cabeza: "lo que viene de Dios, el Bien, no hace ruido, a diferencia del mal que hace ruido, pero hay muchísimo Bien en el mundo, no os dejéis engañar" (hace poco oí una cita de San Agustín parecida que dice algo así como que los cántaros vacíos hacen mucho más ruido que los que están llenos), "cuando amas a una persona, es parecido a cuando cuidas a una planta; le das amor y parece como si esa persona creciera" (eso fue lo que ella hizo con nosotros), "Jesucristo decía que se sabrá que somos sus discípulos por cómo nos amamos los unos a los otros" (como se lee en el Evangelio de San Juan 13:35; ella era un ejemplo perfecto de esto, y efectivamente el amor entre los discípulos fue precisamente lo que me hizo saber que en la Iglesia Católica estaba la Verdad, lo que estaba buscando).
Después de unos muy bonitos meses de preparación en los que el Espíritu Santo iba trabajando mi interior y superando mis reticencias y miedos, y ayudándome a saltar por encima de los restos de la tristeza de los años anteriores, por fin recibí mi Primera Comunión el 2 de abril de 2006, un día antes de cumplir los 30 años (¡feliz coincidencia!), en una convivencia que celebramos en Alcalá de Henares. Me sentí muy feliz y muy arropado por todos mis compañeros del grupo de catequesis de adultos de la parroquia. El 27 de mayo del mismo año recibí el sacramento de la Confirmación, y el Espíritu Santo que recibí ese día ha actuado con tanta fuerza en mi vida desde entonces que casi me resulta increíble cuando miro atrás.
Recuerdo que en ese momento, tanto antes de mi Primera Comunión como de mi Confirmación, tenía la sensación de no estar preparado, como si tuviera que hacer más cosas para prepararme. Ahora me doy cuenta de que la preparación no la hacía yo sino Él, y que el momento lo decidía Él también. A mi me tocaba el grandísimo honor de obedecerle y dejar que me fuera transformando. Me decían entonces algunos compañeros de la parroquia "no te preocupes, la preparación dura toda la vida". ¡Cuánto razón tenían! Dios quiera que pueda yo permanecer a su lado, convirtiéndome, dejándome hacer por Él, hasta el día en que me quiera llevar a la otra vida, y que esa vida la pueda vivir junto a Él y todos mis seres queridos para siempre.
Mientras tanto seguía yendo todos los domingos a Misa, también durante el verano, como conté en mi anterior entrada. Me ponía al fondo del todo en mi parroquia, por miedo a hacer algo que no correspondiera, como levantarme o sentarme a destiempo, contestar las palabras incorrectas en las oraciones, dar mal la paz, o cualquier cosa por el estilo. Trataba de observar y aprender de todos los que veía cómo tenía que estar en Misa, y todos esos detalles que acabo de comentar, que pueden parecer una bobada para alguien que ha ido a Misa desde pequeño, pero que para alguien que llega de nuevas, intimida mucho, o al menos así lo viví yo. Poco a poco me iba sintiendo más cómodo en Misa, de todos modos, pero pronto me vino una nueva inquietud. Casi todos los parroquianos acudían a comulgar, y yo, que no hice mi Primera Comunión de pequeño, sentía cada vez más ganas de hacer como todos ellos y acercarme a Jesucristo para recibir Su Santísimo Sacramento.
Cuando yo era niño mis padres pensaron que era mejor que no hiciera la Primera Comunión, con la idea de dejar que fuera yo el que decidiera en mi edad adulta si era algo que quería o no hacer. Llegado a este punto de mi vida, a mis 29 años, yo quería recibir la Comunión, pero no sabía qué tenía que hacer, a quién tenía que dirigirme. No me atrevía a decirlo en el colegio donde trabajaba, porque temía que si se enteraban de mi situación, les pudiera parecer tan chocante que mi puesto de trabajo pudiera correr peligro (aunque mirándolo ahora con la perspectiva del tiempo pasado, lo más seguro es que me hubieran ayudado de muy buen grado si se lo hubiera pedido). Así que lo que hice fue acercarme al despacho parroquial de mi parroquia, y con una sensación de una mezcla de miedo y vergüenza, le conté mi situación al sacerdote que estaba atendiendo en ese momento, y le pregunté qué posibilidades había para alguien como yo de recibir catequesis de Primera Comunión. El sacerdote fue muy amable y comprensivo, y me informó de que en mi parroquia existía (y existe) un grupo de Confirmación para adultos, y que me podía incorporar a él en octubre, y prepararme para recibir tanto la Primera Comunión como la Confirmación. Dios me trató tan bien que me llevó al sitio perfecto. Luego me enteré de que no es nada fácil encontrar grupos de catequesis para adultos en la mayoría de las parroquias.
Las catequesis nos las impartía cada sábado por la tarde una monja mayor en cuanto a su edad, pero jovencísima de espíritu, que nos acogió a los que nos incorporamos ese octubre como si fuéramos sus propios hijos o nietos. Tanto yo como las otras personas que llegábamos al grupo teníamos grabados todavía a fuego distintas magulladuras que la vida nos había ido dejando. Esta mujer increíble nos hizo creer que realmente éramos capaces de vivir como Dios quería de nosotros, que estábamos hechos para mucho más que para la mediocridad en la que habíamos vivido durante tanto tiempo. Muchas de las frases que nos dijo en esas primeras tardes todavía resuenan en mi cabeza: "lo que viene de Dios, el Bien, no hace ruido, a diferencia del mal que hace ruido, pero hay muchísimo Bien en el mundo, no os dejéis engañar" (hace poco oí una cita de San Agustín parecida que dice algo así como que los cántaros vacíos hacen mucho más ruido que los que están llenos), "cuando amas a una persona, es parecido a cuando cuidas a una planta; le das amor y parece como si esa persona creciera" (eso fue lo que ella hizo con nosotros), "Jesucristo decía que se sabrá que somos sus discípulos por cómo nos amamos los unos a los otros" (como se lee en el Evangelio de San Juan 13:35; ella era un ejemplo perfecto de esto, y efectivamente el amor entre los discípulos fue precisamente lo que me hizo saber que en la Iglesia Católica estaba la Verdad, lo que estaba buscando).
Después de unos muy bonitos meses de preparación en los que el Espíritu Santo iba trabajando mi interior y superando mis reticencias y miedos, y ayudándome a saltar por encima de los restos de la tristeza de los años anteriores, por fin recibí mi Primera Comunión el 2 de abril de 2006, un día antes de cumplir los 30 años (¡feliz coincidencia!), en una convivencia que celebramos en Alcalá de Henares. Me sentí muy feliz y muy arropado por todos mis compañeros del grupo de catequesis de adultos de la parroquia. El 27 de mayo del mismo año recibí el sacramento de la Confirmación, y el Espíritu Santo que recibí ese día ha actuado con tanta fuerza en mi vida desde entonces que casi me resulta increíble cuando miro atrás.
Recuerdo que en ese momento, tanto antes de mi Primera Comunión como de mi Confirmación, tenía la sensación de no estar preparado, como si tuviera que hacer más cosas para prepararme. Ahora me doy cuenta de que la preparación no la hacía yo sino Él, y que el momento lo decidía Él también. A mi me tocaba el grandísimo honor de obedecerle y dejar que me fuera transformando. Me decían entonces algunos compañeros de la parroquia "no te preocupes, la preparación dura toda la vida". ¡Cuánto razón tenían! Dios quiera que pueda yo permanecer a su lado, convirtiéndome, dejándome hacer por Él, hasta el día en que me quiera llevar a la otra vida, y que esa vida la pueda vivir junto a Él y todos mis seres queridos para siempre.
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